Para el comienzo del viaje

jueves, 4 de agosto de 2011

Último días en la India (29, 30 y 31 de julio y 1 y 2 de agosto, Delhi-Rishikesh)

Después de varios días de inactividad del blog, lo actualizo contando nuestras últimas aventuras por tierras hindúes.

El primer día (29 de julio) no hicimos gran cosa en Delhi, ya que la ciudad no da para más. En todas las ciudades del mundo uno tiene la posibilidad de dar un paseo por alguna zona con interés turístico/histórico, o ir a un centro comercial o tomarse un café en alguna terraza. Nada de esto es posible en Delhi. Las calles están abarrotadas de gente (todo hombres), hasta tal punto que llega a ser agobiante.

El gran problema que tiene el país es, sin duda, la tasa de crecimiento demográfico. Mientras el país siga creciendo económicamnte en un 8-9% anual pero el número de habitantes siga aumentando a este ritmo, una gran parte de la población seguirá viviendo en la miseria y por debajo del umbral de pobreza. En la actualidad, un tercio de los habitantes se encuentra en esta situación y, al ser un país con más de mil millones de habitantes, esto se traduce en más de 300 millones de personas que viven en la más absoluta miseria.

En este viaje hemos visto de todo, desde un anciano tumbado en la calle, mojado, temblando y con unos dedos del pie amputados, hasta niños explotados por sus padres o mujeres llevando ladrillos en una cesta sujetada por la cabeza.

Sigo con el día después del paréntesis. Por la mañana vamos a comprar el billete de tren para ir a la ciudad que nos recomendaron las dos chicas riojanas: Rishikesh. Como buenos conocedores de los timos y estafas en la estación de tren, esta vez sí, vamos a la oficina donde se venden los billetes para extranjeros. A pesar de saber dónde se encuentra dicha oficina, un chico de nuestra edad nos indica (muy cabreado) a dónde tenemos que ir. El chico parece estar en la estación ayudando a los extranjeros a no caer en el timo. Nos cae bien.

Entramos en la oficina y una señora muy amable muy amable nos dice que tenemos que rellenar un papelito. Es curioso cómo funciona la oficina: no hay ningún cartel informando de los trenes, horarios, etc. Uno tiene que rellenar el folleto sin la información. Después te sientas en una especie de cola de sofás hasta que llega tu turno. Nos hacemos los panolis y nos sentamos justo al final, en el último sofá. El operario no nos ayuda mucho, pero a final conseguimos nuestros billetes de ida y vuelta por 8 euros. Es ahí (en la oficina) donde nos damos cuenta de lo contentos que están los alemanes en este país. Hay dos chicos al lado nuestro: uno mira hacia abajo en un gesto de desesperación y el otro tiene cara de querer irse de ahí cuanto antes.

El resto del día no pasa nada interesante. Un poco de facebook, un poco de videoclips de Pitbull en la tele, comida y cenas en la azotea del hotel y poco más.

Al día siguiente hacemos el check out y nos sentamos en el hall del hotel, que el tren sale a las 3.15 y son las 12.

Al llegar a la estación sopresa, y de las buenas. El destino nos da la oportunidad de vengarnos. Nada más bajarnos del tuc tuc, nos encontramos de frente con el tío del gobierno que el segundo día nos llevó a la oficina "oficial del gobierno" de Shafi. El muy caradura está con otros españoles y decidimos ir a saludarle, a ver qué se cuenta.

Nos acercamos y nada más vernos nos da la mano. Le preguntamos si se acuerda de nosotros y dice que por supuesto que sí. A lo que le contestamos que muchas gracias por llevarnos a la oficina "oficial", que nos metieron un buen timo ahí. El tío ya no se acuerda tan bien de nosotros y nos pregunta cuándo fue y dice que estamos mintiendo.

Los pobres españoles tienen alrededor a unos cuantos pesados ofreciéndoles mil cosas. Como el chico del día anterior, decidimos ayudar a los más necesitados: a los pobres guiris amateur que nos intentan sacar hasta el último euro. A los españoles les decimos que ni caso a estos, que vayan a la segunda planta, que es donde se compran los billetes. En ese momento aparecen otros alemanes con un hindú que se dirigían a otra oficina de palo. Les decimos que ni caso, que vayan a la segunda planta. Justo en ese instante, aparece otra pareja americana (creemos) y les decimos también que vayan al segundo piso.

Es nuestro momento y lo disfrutamos. Una especie de recompensa después de sufrir tantos timos. Pero claro, con esta venganza nos ganamos unos cuantos enemigos, enemigos que nos empiezan a seguir y a gritar.

Decidimos irnos para no caldear más el ambiente, no sin antes quitar otro cliente a otro hindú, un alemán con cara de panoli.



Nos montamos en el tren y como aún queda media hora para partir, se encuentra medio vacío. El tren no tiene aire, pero es mucho mejor de lo que nos esperábamos. Grave error. A la hora y media de trayecto aquello se convierte en un infierno: sólo diré que sacamos el brazo por la ventanilla y sentimos fresco, cuando afuera hace más de 40 grados. Con 40 centímetros de espacio para movernos, hacemos los 200 kilómetros que separan a Delhi con Haridwar en unas cinco horas.



Llegamos a Haridwar y cogemos un tuc tuc para ir a Rishikesh. En este momento me resulta físicamente imposible explicar cómo se puede tardar hora y media en hacer un trayecto de 25 kilómetros a una media de 60 por hora. Rompe todas las leyes conocidas hasta la fecha.

Al llegar a Rishikesh, indicamos al chófer dónde se encuentra el hotel. Nos pide 100 rupias más y hacemos un trayecto que, por quinta vez en este viaje, nos hace temer por nuestra integridad. Por el monte, de noche y a 60 por hora con unos badenes asesinos que dan miedo.

El hotel está bastante bien, aunque le pedimos la habitación más barata y es horrible: sin aire acondicionado, una cama de matrimonio que es un tablero y un baño que mejor no describirlo. Al preguntar por el precio, nuestra tacañería vence a la comodidad y al comfort.

Cenamos en el restaurante que hay y nos vamos a la cama, que ha sido un día duro.

Al día siguiente nos levantamos con el ruido de los camiones y la luz que asoma por la ventana. A pesar de ser un hotel apartado en el monte, hay una carretera al lado y ya he contado más de una vez la costumbre de pitar mientras conducen.

Con la luz del día podemos ver cómo es el hotel, un edificio que rodea un pequeño patio interior con mesas del restaurante. Este restaurante lo llevan 4-5 chavales de nuestra edad más o menos y la comida y el servicio son impecables. En general se respira un aire de tranquilidad que relaja y que no tuvo ni el mismisimo George Harrison cuando vino aquí. El problema es que hay una cantidad de hippies (o gente que viene aqui y se las dan de hippies) que no es normal.

A pesar de ser las 8 de la mañana, nos damos una ducha y nos pegamos un desayuno que ni los maharajás. Nos conectamos un poco al mundo y decidimos bajar al pueblo, a ver si hay suerte y nos llevamos una grata sorpresa.



Bajando por el monte, nos cruzamos con mucha gente vestida de naranja (los seguidores del dios Shiva que ya conté en los días de Varanasi).



De camino hacemos un alto cerca del río Ganges, que tenemos la oportunidad de tocar el agua (el río empieza cerca, por lo que no hay cadáveres o cosas parecidas flotando como en Benares). Tocamos el agua y nos sacamos una foto.




Seguimos para adelante y el pueblo no tiene gran cosa, por lo que tomamos un café y nos vamos vuelta al hotel pegándonos la gran sudada del día.

Ducha y una más que merecida comida en la terraza del pequeño restaurante.

El resto del día y el siguiente transcurren sin ninguna incidencia, pero tampoco bajamos al pueblo: comer, internet, siesta, hablar con la gente de aquí y en general, descansar, hasta puede que demasiado. No sé si ha sido demasiado para nosotros, pero sí para un alemán que se hospeda aquí: su nombre es Nick.

Nick es el típico alemán que en su ciudad será un tío eficiente, que viste de traje y que tiene un buen trabajo, que llega a la India y se las da de hippie vistiendo unos cagaos, fumando y dejándose rastas. Todo muy bonito hasta el segundo día. El primero lo pasa mirando la Lonely Planet, viendo páginas web y hablando con la gente a ver qué se puede hacer en esta ciudad. Ya por la tarde el tío lo intenta por última vez pero desiste: no hay nada que hacer. El segundo día transcurre entre lectura, mirar al techo y la nada. Únicamente los momentos en los que internet le permite evadirse y realizar búsquedas de vuelos de regreso a su país consiguen mantener viva su llama de la esperanza. Pero en el fondo, Nick sabe que no hay esperanza posible. Le quedan 19 días de viaje, los que le había prometido a su novia.

Por la noche decidimos pagar las tres noches de hotel, ya que al día siguiente nos tenemos que ir a las 4.30 de la mañana hacia Haridwar para coger el tren a las 6.30 con destino Delhi. El chico de la recepción saca un listado de huéspedes que nos delata: de los treinta y tantos turistas hospedados aquí, somos los que menos pagamos, y con mucha diferencia. Los siguientes que menos pagan, pagan el doble y la lista va hasta precios 15 veces más altos. Ahora se entiende por qué la tarifa no incluye ni papel higiénico ni sábanas.

Los más de 50 grados en la habitación y los millones de insectos de todo tipo, no han sido capaces de hacernos soltar 100 rupias más, lo que equivale a 1,66 euros. Será que nos hemos acostumbrado al nivel de vida y los precios de aquí, pero la realidad es que sólo la habitación de nuestro vecino Nick se acerca al pesebre en el que vivimos.

Ya por la mañana (4 de la mañana) del 2 de agosto, nos despertamos para ir desde Rishikesh a Haridwar, que es donde tenemos que coger el tren. El viaje lo tiene todo: hora y media para hacer 25 kilómetros en tuc tuc, de noche y además, comienza a jarrear. Al llegar a la estación, nos encontramos con la estampa de siempre: un millón de hindúes dormidos en el suelo esperando al tren. Lo que ellos no sabían era que el techo no iba a dar más de sí y les iba a mojar por completo.

Nos vamos corriendo al andén cuatro para no mojarnos pero el esfuerzo es en vano. Llegamos con las maletas, la ropa y el pelo empapados. Buen inicio para un viaje de cinco horas. Pero el destino nos tenía guardada una buena sorpresa: el tren se retrasa cinco horas y, en vez de llegar a las 6.17, llega a las 11.

Aún no nos explicamos cómo podemos aguantar cinco horas ahí de pie, mojados y, lo peor de todo, sin saber cuándo va a llegar. Lo mismo es a las siete de la mañana que a las seis de la tarde.

A las 10 de la mañana suena algo desde los megáfonos y la gente empieza a aplaudir, por lo que parece que el tren ya llega. Pero si algo hemos aprendido en la India es que siempre hay que sumarle una hora a todo lo que digan y, efectivamente, el tren llega a las 11.

Nos montamos y el viaje es, pues eso, el típico viaje de tren en la India: calor, agobio y una velocidad de crucero.

Llegamos a Delhi por cuarta vez este viaje y nos vamos directos al hotel donde nos hemos alojado casi siempre: el Ammax Inn, pero el jefe nos dice que no hay habitación. Buscamos algún otro y acabamos en el Sheraton de Delhi: un cuchitril con banda sonora en nombre de aire acondicionado y discoteca hindú cerca de nuestra habitación.

Estamos agotados, por lo que cenamos y nos vamos a dormir.

Al día siguiente (3 de agosto) nos despertamos a las cinco de la mañana, nos duchamos, preparamos las maletas y bajamos al hall. En la puerta nos encontramos con una barricada: tres figuras duermen ahí malamente. Uno de ellos (el cabecilla), que duerme enseñando la tripa, se lleva un buen susto y se va un minuto a un cuarto, minuto que aprovechamos para coger un par de botellas de pepsi del frigo. Los otros dos están en coma y no se enteran. Viene el chico, le pagamos la noche y llama a un taxi para que nos lleve al aeropuerto. Total, que muy lejos no debía andar el taxista porque tarda 35 segundos en llegar.

Al montarnos, pongo el aire acondicionado y esto ya es el colmo, los hindúes no nos dejan de sorprender ni el último día: nos dice que la tarifa no incluye aire acondicionado. Le preguntamos si la tarifa incluye o no el poder bajar la ventanilla.

Llegamos al aeropuerto, nos piden el billete y pasaporte mil veces y pasamos a las puertas de embarque. Nos pegamos un buen desayuno al estilo occidental y de camino a la puerta 15, el destino nos da la oportunidad de vengarnos otra vez.

Hay unos teléfonos, nos miramos mutuamente y a los dos se nos ocurre lo mismo: llamada a Shafi. Marcamos su número y contesta algo desconcertado, pero al final se da cuenta de quienes somos. Le decimos que todo genial, que gracias por todos los trenes, hoteles y coches que nos puso y, como estamos tan contentos con sus servicios, que nos vamos a quedar todo agosto, que nos vaya preparando un tour de un mes por Rajastán con todo incluido.

El tío no se lo cree y nos lo imaginamos tratando de cobrarnos mil euros por el tour. Le decimos que envíe un coche a la otra punta de la ciudad sobre las dos de la tarde. Lo que él no sabe es que para esa hora estaremos volando los cielos de Ucrania.

El dinero que perdimos no lo vamos a recuperar, pero conseguimos reducir nuestra sed de venganza.

Por último, y ya para terminar con las situaciones absurdas en la India, vamos al punto donde se intercambian las divisas, para comprar euros con las rupias que nos han sobrado. El chico nos dice que sólo las pueden cambiar los hindúes, pero que no nos preocupemos, que los podemos gastar en el dutty free. Salimos corriendo de ahí a coger el avión, necesitamos ir a Europa!

Nada más montar en el avión notamos la diferencia con los hindúes: las azafatas sonríen, te ayudan en lo posible y el avión sale puntual. Además antes de montar en el avión nos regalan revistas, periódicos, café,... . Así sí.

Lo demás es historia. Llegamos a Bilbao sobre las 17.30 y se acabó el viaje. No hay nada más que contar. En cuanto volvamos a la normalidad, bajemos el ritmo y estemos descansados, escribiré una pequeña reflexión sobre el país, la gente y nuestro viaje.

Gracias a todos los que habeís seguido nuestras aventuras. Esperamos los tres que os hayaís reido (aunque sea un poco) con nuestras desgracias, prolemas y buenos momentos, que ha habido muchos.